MICRORELATOS




Autorretrato
 
Terminé el autorretrato, el mejor que había hecho hasta ahora. Lo colgué en la pared, junto con los demás. Estuve observándolo un rato. La frente más pequeña, ojos grandes, labios gruesos, piel suave, cuello delgado… La nariz era lo que fallaba esta vez. Cogí otro lienzo y volví a repetirlo. Ahora sí. Frente pequeña, ojos grandes, nariz fina… y las cejas. Esas horribles cejas gruesas. Agarré otro lienzo. Cuando iba a colocarlo me di cuenta de que ya no había más hueco. El suelo, las paredes, incluso del techo colgaba el mismo cuadro. Salí de la habitación y me dirigí al baño. Apoyé el autorretrato en el lavabo y destapé el espejo. No éramos la misma persona.








Dejarse caer

El aire frío se colaba por las ventanas. Aquella noche era más oscura que las anteriores. El silencio inundaba la sala iluminada por la luna. Una anciana de piel rugosa con aspecto desagradable paseaba con la mirada perdida. Se paró junto la ventana para observar aquel paisaje montañoso cubierto de nieve. Un niño la miraba atentamente desde la puerta. Era bajito, tal vez de unos ocho años, y con una sonrisa traviesa. Ella notó su presencia.

El niño avanzó cauteloso, procurando no llamar la atención, sabía que eso la molestaba. La abuela se sentó en el sofá y bebió de la taza de té que estaba en la mesa. Al beberlo, hacía un ruido como si hubiese un terremoto en su boca.

Miró las fotos de la chimenea con un toque frío de invierno,  viejo y desgastado. En una de ellas, su marido sostenía en brazos a su hija. En otra, su hija embarazada le daba la mano a su novio.

Suspiró. Su nieto, cuando ella se ponía triste, intentaba atraer su atención corriendo, jugando y cantando a su alrededor. Corrió al sofá y comenzó a cantar alegremente. La abuela, pálida, miró al único pariente que le quedaba. Quería dejarse caer, derramar el té y acabar con el dolor, si no fuese por aquel hermoso niño…




La felicidad de ser madre

Ese día era tan caluroso que se confundía su sudor con las lágrimas de angustia. Su pelo sucio mojaba la almohada, y salpicaba de sangre las sábanas. Una anciana menudita la ayudaba con sus manos temblorosas. Al cabo de una hora, empezó a salir la cabeza del bebé. Estaba morada del esfuerzo y lloró con fuerza cuando, al fin, salió. La madre, cuando le cogió en brazos vio a un niño deforme con la nariz muy grande. Su cabeza y cuerpo estaban desproporcionados y la cara arrugada del esfuerzo.
Se lo entregó rápidamente a la comadrona. Era un monstruo. Los días siguientes se los pasó tumbada en la cama, con la mirada fija en aquel parásito que había expulsado. Cuando chupaba su teta, le entraban náuseas. Por las noches, mientras el bebé dormía, lloraba desconsoladamente hasta que lo despertaba.

Al cabo de unos meses, salió de su casa a dar un paseo. No se preocupó en dejar allí al bebé. En su cabeza solo existía la imagen de la forma que hacía aquella horrible nariz y esa diminuta boca. Tampoco entendía porque las madres de su aldea siempre se alegraban cuando tenían hijos y de lo muy felices que eran. Para ella, era otra tarea desagradable del hogar. En realidad, era la peor. Su marido apenas la prestaba interés cuando llegaba a casa. Y las visitas que antes disfrutaba, se convertían en interrogatorios sobre su “precioso” hijo dirigiendo también la atención en el engendro. Desde que nació, todos sus pensamientos eran de ira hacia aquel esperpento que había estado gestando durante meses. Sí, eso era, el demonio reencarnado. Aquel paseo le había permitido comprender lo que tenía que haber hecho hace ya tiempo. 

Llegó a casa con la mayor sonrisa de felicidad que había mostrado nunca. Lo arrojó al fuego. Se sentó a contemplar las llamas y al fin pudo entender aquel sentimiento que describían todas esas mujeres: la mayor felicidad de tener un hijo.

1 comentario:

  1. Buen trabajo, Sandra. Quiero leer más cosas tuyas, las espero :)
    Saludos

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